En la actualidad, gran parte de la población ha regresado al ritmo acelerado que llevábamos antes de la pandemia, donde el orden de prioridad estaba distorsionado debido a las actividades cotidianas, y dedicar tiempo a lo esencial quedaba en un segundo plano.
Nos habíamos dejado arropar por lo acelerado, por la inmediatez, por las comidas rápidas, las respuestas rápidas, la satisfacciones rápidas, los aprendizajes rápidos, las ganancias rápidas; una vida acelerada en la que hasta el amor se iba rápido.
La industrialización de lo inmediato ha afectado nuestras ideas, reduciendo nuestro tiempo ¡a lo ya!, a no contar con espacios para pensar, organizarnos o reflexionar, sometiéndonos a un ritmo repetitivo, cansón y estresante que nos roba la paz.
Este estilo de vida acelerado ha llevado a muchos al irrespeto, a no escucharnos, a no tener tiempo para la familia, a vivir agotados y bajo estados de ansiedad y angustias innecesarias, que en muchos casos derivan en enfermedades.
La pandemia nos había llevado a reformularnos y a entender que no perdimos el tiempo cuando nos enfocamos en la familia, en cuidar la salud y en procurar el bienestar para los demás, y que al final, nuestros bienes son pasajeros.
No debemos volver a caer en ese descontrol donde nos habíamos desbalanceado por estar desorganizados, necesitamos potenciar el tiempo aprendiendo a planificar y así podremos hacer una mejor administración del mismo, sobre todo tomando en cuenta que nada está por encima de la vida.
Es necesario que fortalezcamos y procuremos mantener en el tiempo las demostraciones afectivas, redireccionado el valor del otro, su tiempo y sus espacios, y por qué no, ayudándoles a obtener lo mejor de sí.
Por Javier Agustín