Apuntes para construir una cultura del diálogo entre dominicanos y haitianos
Por Julio Pernús
El Papa Francisco es uno de los grandes arquitectos de este siglo xxi. Con su arte espiritual nos ayuda a diseñar, proyectar y construir edificios éticos que sobrepasan nuestra (pre)definida imagen de la sociedad. En el contexto del inicio de la Cuaresma, se hizo viral la imagen de un niño de Sudán ―entre los países más pobres del mundo― entregándole una limosna a Bergoglio. “Quien es pobre y da todo lo que tiene. La foto simbólica del viaje”, tituló el corresponsal del Vaticano Andrea Tornielli esa imagen que varios medios enfocaron desde el pueblo africano, pero qué tal si pensamos ese gesto desde el otro actor, la Iglesia.
Uno de los principios básicos del pensamiento de Francisco es que el bien es superior a la verdad. En un país como dominicana, donde las personas por naturaleza son de color mestizo, hay en la cultura popular una línea imaginaria bien definida que separa al negro haitiano del nacional. Sin dudas, entre las causas hay un trasfondo histórico, el dolor por una invasión de hace más de cien años, la continua fuga fronteriza conceptualizada por medios monetizadores del odio como “nueva invasión” que, de facto, convierte a quien por naturaleza es un vecino en un enemigo por su “adn” criminal.
La arquitectura que propone el Papa como propuesta de diseño para nuestra Iglesia dominicana nos interpela a centrarnos en una conversión al prójimo (Fratelli tutti), al hombre oprimido, a la clase social expoliada, a la raza despreciada, al país colapsado (Haití) al que nadie desea tocar. Los católicos dominicanos podemos pasar de largo, sin tratar de voltear a ver la miseria que nos llama, o detenernos ―recordemos Sudán― un segundo y estirar la mano para tomar la ofrenda de un pueblo que podemos ser nosotros mismos el día de mañana.
Siempre que señalamos a una persona con un dedo quedan cuatro de la mano apuntando hacia nosotros. Vivimos en la era del “me gusta”. No hay un botón de “no me gusta” en Facebook, y tampoco en nuestras vidas. Como no nos gusta la realidad haitiana, tratamos de alejarla de nuestro contexto, pero, por mucho que intentemos apartar la cámara de esa imagen, el foco vuelve a enfocar ahí y una frontera como Dajabón sigue extendiéndonos una mano abierta que ofrece muchas vidas, y eso nos interpela. Entre los hitos de Francisco resalta la Iglesia “en salida” (EG 20), que a su vez es una invitación a repensar todas nuestras estructuras en pos de cambiar esa cultura del descarte que primerea muchas veces en la cotidianidad del trato a quien es también nuestro prójimo más cercano.
Mons. Edson Damian, un obispo que ha estado trabajando por mucho tiempo en una frontera cultural de la humanidad como la Amazonía, apuntó: “La vida no es un capital que hay que acumular, sino un don de Dios que hay que compartir al servicio de los hermanos, para que todos tengan vida”. Es lamentable cuando escuchamos a diversos actores del tejido social dominicano hablar de la construcción de un muro en la frontera haitiano-dominicana para frenar la migración. La arquitectura del Papa Francisco es alérgica a ese tipo de ideología, pues luego esos mismos “materiales” pueden encerrar a quienes los pusieron.
Hace poco, en una eucaristía en Santo Domingo, un señor mayor se acercó en el momento de la paz al altar para darle la mano a una joven haitiana que estaba acolitando. A mi esposa, que muchas veces ―como yo― ha sido presa de esa filosofía racial que nos hace sentirnos diferente del otro, esa imagen la hizo llorar antes de comulgar profundamente. Nosotros, que somos un joven matrimonio de católicos cubanos en esta tierra, comprendimos, en primera persona, que gestos como ese, o el del Papa en Sudán, marcan los compases de un camino que devuelve al pobre ―al haitiano― su lugar como sujeto histórico preferido de Jesús. Sin dudas, esa imagen de un dominicano de clase alta abrazando en el altar a una migrante haitiana nos hizo sentirnos, por un segundo, observadores de la arquitectura del Papa Francisco.