Por Mons. Jesús Castro Marte, Obispo de Nuestra Señora de La Altagracia
Una de las primeras y más trascendentales instituciones, nacida de las mismas entrañas de la recién proclamada República Dominicana y cuya creación tuvo lugar mediante ley del Congreso de la República, fue el Colegio Seminario Santo Tomás de Aquino, primera institución de estudios superiores de la era republicana, el 8 de mayo de 1848, hace ya 175 años.
De la mano de Monseñor Portes e Infante, el Seminario inició como una promisoria casa de estudios, que, inserta en las preocupaciones patrióticas, cívicas e intelectuales de la naciente República, estaba llamada a cumplir con el cometido de ser un faro de sabiduría y orientación para la sociedad dominicana, así como una apuesta para dotar a la Iglesia dominicana de una nueva generación de clérigos cónsonos con las inquietudes vernáculas y la idiosincrasia del país.
La historiografía eclesiástica dominicana y la historiografía dominicana en general, con sus énfasis o matices políticos, reseñan el Seminario como un indicador de gran incidencia social, desde los albores de la República hasta la historia reciente. Basta con mencionar el ascenso al solio presidencial de algunos de sus egresados o pasantes, entre finales del siglo xix y principios del xx, o la afectación de la vida interna del Seminario por las intrigas políticas de la tiranía de Trujillo o el clima crispado de la apasionada década de 1960.
Antes de que el Seminario cumpliese cien años de su fundación, se podría decir que este era una institución sólida y de interés extraeclesial, de ahí que los diversos arzobispos de Santo Domingo se tomaran muy en serio el curso o devenir que la misma habría de seguir en lo adelante. Su celo hizo que en distintos periodos el Seminario estuviese bajo la dirección de órdenes religiosas cuya trayectoria e internacionalización las hacían aptas para ofrecer una formación más cualificada a sus egresados, ya fuera para convertirse en los futuros clérigos o para quienes más adelante se integraron a la vida civil.
Estas órdenes, claretianos, eudistas y jesuitas, pusieron al Seminario en sintonía con las grandes preocupaciones de la Iglesia y las interpelaciones filosóficas del tumultuoso siglo xx, al sacarlo de su nicho costumbrista y descubrirlo a una llamada más universal, propia del espíritu de la Iglesia, campeando en las inquietudes sociales del magisterio pontificio que se volvió una voz que reclamaba paz, justicia social, y respeto a la dignidad humana y a la autodeterminación de los pueblos.
Sin embargo, todavía hoy, muchos dominicanos no tienen cabal conciencia de los aportes extraordinarios que los seminarios —y en particular el Seminario Mayor Santo Tomás de Aquino— han realizado y continúan realizando a la vida social, cultural, política, económica e intelectual de la República Dominicana.
Y esto no solo por lo que respecta a muchos sacerdotes con alto nivel intelectual y académico que, en el pasado al igual que ahora, han sido y son cultores y sembradores de humanismo y valores, sino asimismo por muchos otros que, si bien no continuaron su formación sacerdotal, se han insertado plenamente en la vida de la sociedad dominicana con aportes extraordinarios. En tal sentido, cómo olvidar la enorme contribución de un Monseñor Roque Adames, un Monseñor Polanco, un Monseñor Pepén, o un Oscar Robles Toledano...
Así pues, la fiesta del Seminario Mayor es de igual modo una fiesta del triunfo de la dominicanidad. En efecto, el Alma Máter del clero nacional está indeleblemente unida a los inicios mismos de la República.
En definitiva, desde el Arzobispo Tomás de Portes e Infante, pasando por Francisco Xavier Billini, Fernando Arturo de Meriño, Alejandro Nouel, el Cardenal Octavio Beras Rojas, Hugo Polanco Brito y el Cardenal López Rodríguez, hasta Monseñor Francisco Ozoria Acosta y la Conferencia del Episcopado Dominicano, el Seminario es testigo de la gran valía y estima que la Iglesia siempre le ha dispensado, siendo uno de sus mayores desvelos, al tiempo que mantiene la apuesta por hacer de aquel el alma y corazón de la Iglesia diocesana.
Por todo ello, damos la enhorabuena a la Iglesia dominicana y al país en su conjunto.
Sigamos orando por las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa.